21.11.08
Singapore Blues
Son exactamente las doce y dieciséis de la nuit aquí en esta noche abierta y calurosa de Singapore. Un país que no deja de sorprenderme y de confundirme, me pregunto: esto es Asia o Europa? Lo único que confirma el hecho de que sí, sigo en Asia, es estar rodeado de millones de ojitos rasgados que me miran confundidamente preguntándose de donde salió este barbudo desfachatado caminando con una remera de los Beatles, la cámara colgada de un brazo y unos auriculares blancos pegados a los oídos.
Hoy decidí caminar la ciudad, nada de metros o buses, caminarla, y al ritmo saltarín de algunos discos pop de Bowie me dediqué a chapotear los charcos, cantarle a la lluvia y a mojarme a campo traviesa.
Minuto a minuto fui atravesando avenidas anchas y arboladas, ochavas presas del constante agobio de los coches, inmensos parques que por la lluvia parecían cubiertos por una manta de un verde metálico. El césped cortado al ras, sólo faltaba ver al groso de Tiger metiéndola en el hoyo dieciocho.
El camino me llevó por una infinidad de comercios chinos ambulantes donde se vendían baratijas y la mayorista parafernalia comunista. Mercados de comida donde puestito tras otro conjuraban cualquier tipo de delicatessen a sólo un euro y medio, algo difícil de encontrar en este país donde el que tiene dinero es el que ríe mejor. No fue difícil recordar el episodio de “No Resevations” donde el gran Tony Bourdain quedaba maravillado por los gastronómicos hawks centres.
Revolví cajones llenos de polvo, hojeé libros de una bitácora en un mercado de pulgas y tomé una cerveza frente a un templo Budista mirando a los monjes recolectar limosnas en la calle.
Me deslumbré con el barrio Chino, sus construcciones de colores y caminitos que finalizaban sin salida entre escaleras de emergencia, grafitis alternativos y peluquerías improvisadas: una silla con rueditas, un espejo apoyado contra una baranda y un peluquero sexagenario que atendía a una clientela contemporánea.
En Little India una ceremonia hindú me regaló un desfile de mujeres recién salidas de un arco iris. Los hombres, más modestos, caminaban por delante con los brazos cruzados y hablaban entre ellos. Todos caminaban descalzos bajo la lluvia y un punto colorado sobresalía entre los ojos oscuros y sus blancas sonrisas.
También caminé por los barrios reciclados que bordeaban al río, aquellas imágenes de barquitos pesqueros amarrados y pegados uno al lado del otro sólo pertenecen al pasado y a algunas postales en blanco y negro que venden por cincuenta centavos del dólar local. Hoy sólo algunos forman parte del circuito turístico de la nueva Singapore, la moderna, la acelerada, la frenéticamente intensa, el último suspiro añejo de una bodega de nuevo rico que sólo conoce de bi-varietales modernos. Lo viejo no sirve, se tira a la basura, peor…se olvida.
De más está decir que el mundo está entrando en una vorágine de consumo compulsivo. Las grandes ciudades asiáticas quieren parecerse tanto al occidente que no parecen darse cuenta que lo único que ganan es perder gran parte de su propia identidad. Tiran abajo construcciones centenarias para construir grandes rascacielos espejados y diseñados por arquitectos de moda.
Caminé por la zona comercial mirando a la gente trendy: uno de los verdaderos placeres que tiene viajar por las grandes economías asiáticas. No lo vemos por nuestras latitudes, es un espectáculo que sólo se consigue por estos pagos. Si los kimonos de seda imprimían una separación social décadas atrás, hoy día los diseños de autor marcan la pauta. Daban ganas de parar a todo el mundo y sacarles una foto.
Hoy cené en un restó japonés sushi libre a unas cuadras del hostal, la comida más cara que pagué en los últimos cuatro meses. No me estoy justificando, pero me debía una cena bacana y abundante, regada con buena cerveza japonesa. Me senté en la barra y como buen sibarita me dediqué a degustar plato tras plato leyendo la nueva Lonely Planet de la India que había comprado un par de horas atrás. Desde tempuras y geishas pasando por pulpo a la plancha y hasta una cabeza de salmón, devoré esos cachetes carnosos. De todo un poco, le di carta blanca al chef que atendía la barra. Le dije: SORPRENDEME. Platos calientes se intercalaban con otros fríos, presentándome distintos cortes de pescado que nunca había visto hasta ese entonces.
Después de comer nos quedamos charlando hasta el cierre con otro cliente, un japonés-indio (si, japonés-indio) de veintiocho años corredor de bolsa y cuatro palos en su haber. Un argentino-italiano, un japonés-indio, y un singapore-chino conversando en inglés compartiendo una excelente sobre mesa. Los lindos encuentros multiculturales que se dan en este tipo de ciudades. Lo lindo que tiene este maldito vicio de viajar.
Panza llena volví al hostal a escribir estas líneas. Sentado sobre una silla alta, la notebook sobre la mesa, un cenicero a medio llenar y una Heineken a punto de terminar. Miré al cielo como tantas otras veces había hecho. No me quedan muchas noches como ésta.
Ultima estación del Sudeste Asiático. El exilio a la India me viene en el momento justo, un cambio radical para algo absolutamente distinto. Último tramo del viaje. ¡Qué rápido pasa todo!
Bali
Si hace un par de años me hubieran dicho que estaría visitando Indonesia en un futuro no muy lejano firmaba con los ojos cerrados. Si bien Bali es sólo una pequeña isla dentro del inmenso archipiélago que dibuja el conjunto de Indonesia es quizás el destino más turístico. Me hubiera gustado tener más tiempo para recorrer otros destinos como Yakarta y la isla de Java, quizás hacer también una visita por la isla de Komodo y Papúa, pero para hacer todo eso necesitaría un par de meses más. De todas maneras, tener un sello Indonés en el pasaporte me infla el pecho de orgullo.
Lo recorrido durante diez días fue lo suficiente para darme sólo una pequeña idea de lo que significa Bali para Indonesia, un país prácticamente musulmán pero con la característica que en Bali la mayoría es hindú. La influencia es absolutamente inmediata, sobre todo en las artes, que abundan por toda la isla, en la comida y el ritmo de vida relajado y a paso tranquilo a comparación con el hermetismo Islámico.
Los primeros seis días me dediqué a hacer playa, pura y exclusivamente playa, vida de playa, no mucho más, descansar, hacer huevo, comer y tomar cervezas, conocer gente en el hostal y emborracharme con ellos. Caminar en la playa, tomar sol, barrenar olas, pasear por la ciudad de Kuta y sacar fotos por ahí. Jugar torneos de pool y ganar algunos, mirar “Lost” en la habitación del hotel, pileta y masajes, andar en bici, en fin…tranquilo, bien metido dentro de la burbuja de Bali, absorbí lo que tuvo para ofrecerme y no pedí nada más a cambio.
Hace unos cuatro años unos extremistas bombardearon uno de los boliches más populares de la zona de Kuta matando a más de doscientas personas: la gran mayoría australianos e indoneses, pasando por europeos, yanquis y algunos sudamericanos. Desde entonces Bali dejo de ser la isla surfer por excelencia dentro del Sudeste Asiático. Hoy día un mausoleo con los nombres de todas las victimas yace en el lugar del atentado. Durante mi estadía en la isla fusilaron a los culpables, esa noche y por única vez, Kuta durmió.
Kuta es la playa más popular de Bali, con cientos y cientos de restós, hoteles, hostales, boliches, pubs, negocios de ropa, de dvd’s piratas, souvenirs, Rip Curl/Billabong, massage parlors, correo, bancos, todos los servicios para que los turistas se sientan como en casa. Allí fue donde me hospedé durante toda mi estadía y me moví solo para recorrer un poco algunos puntos de la isla pero siempre volviendo a Kuta a apoliyar.
Conseguí un buen hotel a solo cinco minutos caminando de la playa. Habitación single con ventilador y baño en suit por siete euros la noche. Un punto a favor la pileta del hotel, sobre todo para usarla después de almorzar cuando en la playa no se podía estar por el calor. Buen morfi, buenas limonadas y buena onda con los otros mochileros.
La noche de Bali gira en torno a una centena de barcitos con música en vivo, tres o cuatro mega boliches y un sinfín de restós de todo tipo. Mucha gente por todos lados y de todas partes del mundo, mucha moto y muchos pushers. Putas recorriendo las calles en moto, putas “masajistas” con o sin happy ending, putas en los boliches invitándote tragos. La música en los bares es generalmente buena, covers de clásicos, un poco de todo para satisfacer el gusto de todo el mundo. Los músicos interactúan mucho con la gente, nos dejaron cantar un par de canciones, incluso algunos de los que estuvieron conmigo se animaron a tocar un poco la viola o la batería. El peso total de una banda de músicos balineses no debe pesar superar los cien kilos. Pura fibra.
La playa de Kuta está muy buena, no es paradisíaca ni está cerca de serlo, pero se la considera como una de las venues más importantes del mundo dentro del circuito surfer profesional. Por ende surfers por todos lados, los que parecen que la tienen clara y los que recién empiezan. Mucho showing también, no he visto grandes barrenadas estando dentro del agua.
La capital turística por excelencia de Bali y también de toda Indonesia es el pueblo de Ubud, refugio bohemio y centro hindú del Sudeste. Caminar por Ubud es dejar atrás atelier tras atelier, exposiciones de pintura y foto, teatros y centros de Danza tradicional. En la calle también se pueden ver artistas haciendo lo suyo, grupos de vanguardia interpretando obras sobre la vereda, mujeres con vestimenta tradicional bailando, la gente mirando y sacando fotos. Un buen lugar para escapar del frenesí de Kuta y respirar un poco de aire fresco gracias a un par de parques naturales, templos budistas y spring waters.
Bali me regaló un muy buen clima, sólo llegó a llover un par de noches mientras que durante el día no había una sola nube. Dejé la isla el 13 de Noviembre muy temprano a la mañana.Volví a Kuala Lumpur donde aproveché para pasar el día y la noche, fui al cine a ver la última de Bond que no me volvió loco, y apoliyé en el mismo hostal donde había dormido unas semanas atrás. Me manejé por KL sin mapas y me sentí muy a gusto. No dejé de homenajear a las Petronas por última vez.
Deje KL el 14 en un súper tren con dirección a Singapore. Siete horas de viaje, sumado a un agotador cruce de fronteras.
Última parada dentro del Sudeste Asiático.
7.11.08
Alor Star
La ciudad de Alor Star no entra en ningún itinerario de viaje. No hay mucho para hacer y tampoco mucho por ver. Generalmente es una ciudad que algunos turistas usan como escala para conseguir buen transporte para la súper turística Tailandia.
Pero por suerte para mí, Hazril, un gran amigo malayo que conocí en Dublín hace cinco años currando en un Irish pub vive en esa ciudad, recién vuelto a Malasia después de vivir casi seis años en la capital irlandesa. El loco ya me estaba esperando en la estación una vez que crucé la frontera desde Tailandia. La última vez que lo había visto había sido en Dublín un par de semanas antes de salir de viaje.
Me llevó a conocer la casa donde solía vivir con sus padres y cinco hermanos. Tomamos un te rahti, un te con leche condensada espectacular que no precisa de azúcar, y nos pusimos un poco al día. En realidad no había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto. Antes de emprender este viaje, Hazril estaba recién con los preparativos de su retorno.
De noche pasamos por un take away local y seguimos camino rumbo a la casa de los suegros donde vive con Nadia, su mujer y Hanna, la beba de siete meses que no paró de sonreír un segundo. Viven en una mansión de dos plantas, diez habitaciones, dos cocinas y una media docena de coches duermen todas las noches en el garage. Con ellos, se reparten las habitaciones los padres de Nadia, las tres hermanas con sus maridos, la abuela y un tío un tanto excéntrico. Una semana más tarde tuve la suerte de conocer a los padres de Nadia, me llevaron a cenar a un restó muy exclusivo, los tipos súper humildes y muy agradables con un montón de historias para contar.
De noche pasamos por un take away local y seguimos camino rumbo a la casa de los suegros donde vive con Nadia, su mujer y Hanna, la beba de siete meses que no paró de sonreír un segundo. Viven en una mansión de dos plantas, diez habitaciones, dos cocinas y una media docena de coches duermen todas las noches en el garage. Con ellos, se reparten las habitaciones los padres de Nadia, las tres hermanas con sus maridos, la abuela y un tío un tanto excéntrico. Una semana más tarde tuve la suerte de conocer a los padres de Nadia, me llevaron a cenar a un restó muy exclusivo, los tipos súper humildes y muy agradables con un montón de historias para contar.
Al día siguiente nos levantamos temprano porque Hazril tenía que hacer unas changas para el negocio de muebles del suegro. Desayunamos un te rahti y una porción de naan bread completo con huevo con una suave salsa de curry en un restó rutero indio. En el negocio me tocó laburar a mí también, cargando muebles que después fuimos entregando a otra familia de guita de la zona. Al mediodía ya habíamos liberado y nos fuimos a almorzar los cuatro y después a dar una vuelta.
Hazril me presentó a sus amigos, dejamos a Nadia y a la beba en la casa y nos metimos por un camino que irrumpía en la selva para terminar dentro de un campo de naranjos y duraznos. Tomamos una bebida hecha a base de hojas de no se qué árbol que supuestamente te pega un buen colocón. Como ellos son musulmanes y no suelen tomar alcohol les pegó un poco, si bien yo le dí un par de buenos tragos a mi poco y nada, lo único que me dejó fue un sabor amargo en la boca. Cenamos por ahí y volvimos a la casa a apoliyar. Como era de esperar me dieron una de las habitaciones: una cama super king size, un baño con jacuzzi, aire acondicionado y tv con cable. Qué felicidad! Cuánto lujo!
A la mañana siguiente nos levantamos temprano para ir a Penang, una de las islas más importantes de Malasia.
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