Segundo día en la montaña, el frío se hizo sentir, y mucho. Por suerte había cargado con un polar durante los primeros meses húmedos y calurosos del Sudeste. Valió la pena el esfuerzo de cargar un poco de ropa de invierno. Sentirse nuevamente cubierto por gruesas prendas confundía: jeans, medias, zapatillas, qué son estos trapos y por qué se ajustan demasiado a mi cuerpo? Bufanda, guantes de lana, de verdad había cargado con todo esto? Dónde estaban metidos?
El despertador sonó a las tres de la mañana. La excusa llegar a tiempo de ver el amanecer en el pico de Tiger Hill. Me vestí de pies a cabeza con tantas layers que parecía el doble sin onda de Michelín. Compartí una suerte de taxi con otros nueve paisanos, agolpados unos con los otros, buscando ese calor que nos humanizara un poco más a todos. La camioneta no tardó en llenarse, es regla general por estos lares aguantar hasta el último momento y esperar a que el vehículo se llene. Iluminados por los faroles de la cuatro por cuatro fuimos sorteando curvas y atacando rectas. Era un buen conductor, conocía el camino como si fuera propio, me pregunté si el tipo era feliz yendo y viniendo por la misma carretera todos los días de su vida. Algunos tienen menos suerte.
A las cuatro y media ya nos estábamos muriendo de frío bajo la espesa manta negra de la noche viendo a la nada misma. Apenas si se podían distinguir los picos de las montañas. El viento nos silbaba una serenata salida de una escena crítica de una película de Hitchcock. El frío calaba hasta los huesos, me desesperé, busqué refugio en una camioneta ubicada cerca del punto panorámico. Unos indios me invitaron a pasar. Volví a sentir los dedos de los pies.
Por suerte una casita humilde de la zona improvisaba una suerte de “café” en el living de la casa de familia. Ahí nos amontonamos unos cuantos bajo techo, tomando un chai detrás del otro, pasándonos los tarritos que servia una mujer mayor muy guapa de tintes tibetanos. Era tomar o a la calle, en poco menos de una hora habré bajado seis o siete tazas. Por la ventana chequeba si el sol se animaba a salir. Estaba decidido a ser el primero en salir.
El amanecer sucedió casi una hora más tarde, el sol de un rosa furioso fue tomando coraje y con la velocidad de un rickshaw a pulmón presentose para un público mutilado por el frío pero con los ojitos más abiertos que nunca. Detrás de esa cortina anaranjada los primeros picos nevados no tardaron en florecer, y en el más profundo silencio fueron presentándose uno por uno, como quien levanta el telón para aplaudir a los actores de la obra. Allí estaban, impertérritos a la algarabía popular, a los flashes, decididos a mostrarse tal cual son, valió la pena esperarlos.
El frío dejó de ser un problema y los aplausos no tardaron en aparecer. La gente estaba loca, de verdad les digo, se sacaban fotos, se abrazaban, los hombres iban de la mano con mas frecuencia de lo costumbre. Como si hubieran soñado con este momento desde que eran chicos. Me encantó la energía que le pusieron, también los indios son un poco como nosotros: siempre a los gritos, abrazos, discutiendo y opinando sobre todo.
El día era un hecho, uno a uno fuimos volviendo a nuestros coches para emprender la vuelta a una ciudad que recién comenzaba a despertar. Las mujeres baldeaban agua sobre las angostas veredas y los hombres cargaban sacos de maíz sobre sus cabezas. Los niños entraban en fila india a las escuelas. Los Himalayas observaban desde aquel punto divino, el sol aparecía exiguo entre los picos más altos.
2 comments:
Vos sabés que lo que viviste es un lujo que no todos se pueden dar? Me encantó tu blog Sal!
Tenés fotos de las plantaciones de té? En Assam estuviste?
Gracias por compartir tus andanzas!
qué bonito.
de una viajera a un viajero.
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