Una vez llegado a Darjeeling lo primero que te golpea es el frío. En la cara, en los pies, a lo largo de todo el cuerpo. Empiezan los estornudos, la tos y los bronquios que se van cerrando. Tu presupuesto disminuye gracias a todo lo que tenes que comprar: suplementos vitamínicos, antialérgicos, medicina para el resfrío, en fin, todo lo que un asmático necesita para sobrevivir y así evitar una noche en un hospital. Desesperadamente empezás a manotear la mochila para sacar cualquier cosa que al tacto se sienta símil lana. Después de casi cinco meses volví a ponerme unas zapatillas y un pantalón. La verdad que se sentía raro, ni hablar cuando me tuve que poner el polar y un par de remeras térmicas. Prendas que no recordaba haber empacado.
El darjeelino es un amasijo lindo de nepaleses, tibetanos e indios. Acostumbrado a los indios me resultó agradable volver a encontrarme con facciones un poco más orientales. Las mujeres mestizas acapararon mi atención con esa alquimia perfecta: la piel tostada, los ojos ligeramente achinados, los pómulos prominentes. Los indios son los que suelen estar por detrás del mostrador de los hoteles, cafés, agencias de turismo, acaparando el sector de servicios. Los nepaleses / tibetanos los podes ver bajar de las montañas cargando alimentos y vestiduras.
Me hospedé en un hotelito céntrico muy cerca del mercado de frutas y de algunas de las viviendas abastecedoras del té local. El famoso té de Darjeeling es una variedad bastante amarga pero con mucho cuerpo, ideal para el clima y la altura, junto al chai mi bebida de cabecera para esos días invernales. A unos quince metros del hotel se mantenía una gran mezquita de mármol de colores pasteles y tintes verdes, sus grandes amplificadores consiguieron despertarme cada mañana exactamente a las cinco y cincuenta y tres, ni un minuto más.
Darjeeling es una ciudad que se quedó en el tiempo. Arquitectónicamente es muy simple, las viviendas de no más de dos o tres plantas, construídas con barro y chapa más la cuota de algunas de estas restauradas y convertidas en hoteles de categoría. Los mercados continúan funcionando como centro comercial y cultural para el que viene de afuera. Toda una gran variedad de productos, alimentos y puestos callejeros se ubican uno al lado del otro en casi perfecta armonía. Desde las terrazas de algún piso no es difícil quedarse un cuarto de hora disfrutando del caos y el tráfico que reina en la calle, autos y rickshaws peleando por una pequeña parcela de lugar, peatones esquivándolos con la más absoluta paciencia y desesperante reverencia.
Los que no tienen la suerte de contar con un medio de transporte se la tienen que arreglar subiendo las empinadas colinas cargando grandes bolsos sujetados sobre sus cabezas sin discriminar sexo y edad, pero las viejitas Indio-Tibetanas son las que acaparan la mayor atención, casi escuálidas pero con gran temperamento y tranquilidad subiendo paso por paso.
Los monasterios Budistas se multiplican entre las casas construidas una al lado de la otra sobre la montaña y entre infinitas plantaciones de te. Conectadas por pequeños caminos, los principales atiborrados de camionetas, rickshaws, bicicletas y aquellos impulsados por el propio pulmón animal.
La ciudad, el frío y la poca luz inevitablemente lograron transportarme a la región del Lago Maggiore en el norte de Italia, sobre todo en invierno: pero aquí sale más el sol y no llueve casi nunca. Miles de banderitas coloreando los postes de luz y electricidad. Las veredas angostas, dejando un gran margen a la vía para que los que conducen lo puedan hacer con un poco más de comodidad.
Uno de los puntos más bonitos es donde la estación de tren se enlaza con la entrada de la ciudad, un mirador regalándote una vista de toda la región y de los Himalayas en su plenitud. Esta se potencia sobre todo a la tarde, cuando el sol empieza a desaparecer por detrás de las montañas. Los trabajadores ferroviarios descansado sobre el cerco que rodea a la estación, las caras sucias después de la jornada laboral, disfrutando de un cigarrillo y conversando animadamente.
Segundo día en la montaña, el frío se hizo sentir, y mucho. Por suerte había cargado con un polar durante los primeros meses húmedos y calurosos del Sudeste. Valió la pena el esfuerzo de cargar un poco de ropa de invierno. Sentirse nuevamente cubierto por gruesas prendas confundía: jeans, medias, zapatillas, qué son estos trapos y por qué se ajustan demasiado a mi cuerpo? Bufanda, guantes de lana, de verdad había cargado con todo esto? Dónde estaban metidos?
El despertador sonó a las tres de la mañana. La excusa llegar a tiempo de ver el amanecer en el pico de Tiger Hill. Me vestí de pies a cabeza con tantas layers que parecía el doble sin onda de Michelín. Compartí una suerte de taxi con otros nueve paisanos, agolpados unos con los otros, buscando ese calor que nos humanizara un poco más a todos. La camioneta no tardó en llenarse, es regla general por estos lares aguantar hasta el último momento y esperar a que el vehículo se llene. Iluminados por los faroles de la cuatro por cuatro fuimos sorteando curvas y atacando rectas. Era un buen conductor, conocía el camino como si fuera propio, me pregunté si el tipo era feliz yendo y viniendo por la misma carretera todos los días de su vida. Algunos tienen menos suerte.
A las cuatro y media ya nos estábamos muriendo de frío bajo la espesa manta negra de la noche viendo a la nada misma. Apenas si se podían distinguir los picos de las montañas. El viento nos silbaba una serenata salida de una escena crítica de una película de Hitchcock. El frío calaba hasta los huesos, me desesperé, busqué refugio en una camioneta ubicada cerca del punto panorámico. Unos indios me invitaron a pasar. Volví a sentir los dedos de los pies.
Por suerte una casita humilde de la zona improvisaba una suerte de “café” en el living de la casa de familia. Ahí nos amontonamos unos cuantos bajo techo, tomando un chai detrás del otro, pasándonos los tarritos que servia una mujer mayor muy guapa de tintes tibetanos. Era tomar o a la calle, en poco menos de una hora habré bajado seis o siete tazas. Por la ventana chequeba si el sol se animaba a salir. Estaba decidido a ser el primero en salir.
El amanecer sucedió casi una hora más tarde, el sol de un rosa furioso fue tomando coraje y con la velocidad de un rickshaw a pulmón presentose para un público mutilado por el frío pero con los ojitos más abiertos que nunca. Detrás de esa cortina anaranjada los primeros picos nevados no tardaron en florecer, y en el más profundo silencio fueron presentándose uno por uno, como quien levanta el telón para aplaudir a los actores de la obra. Allí estaban, impertérritos a la algarabía popular, a los flashes, decididos a mostrarse tal cual son, valió la pena esperarlos.
El frío dejó de ser un problema y los aplausos no tardaron en aparecer. La gente estaba loca, de verdad les digo, se sacaban fotos, se abrazaban, los hombres iban de la mano con mas frecuencia de lo costumbre. Como si hubieran soñado con este momento desde que eran chicos. Me encantó la energía que le pusieron, también los indios son un poco como nosotros: siempre a los gritos, abrazos, discutiendo y opinando sobre todo.
El día era un hecho, uno a uno fuimos volviendo a nuestros coches para emprender la vuelta a una ciudad que recién comenzaba a despertar. Las mujeres baldeaban agua sobre las angostas veredas y los hombres cargaban sacos de maíz sobre sus cabezas. Los niños entraban en fila india a las escuelas. Los Himalayas observaban desde aquel punto divino, el sol aparecía exiguo entre los picos más altos.
Después de ver la película The Darjeeling Limited me prometí poner este oasis en el medio de la montaña como prioridad en un supuesto itinerario de viaje, cabe destacar que recién en octubre y sobre la marcha decidí recorrer parte del norte de India.
La película gira en torno a la historia de tres hermanos que se reencuentran en la India un año después de la muerte de su padre. Está lejos de ser un drama y gracias al tinte de la comedia del más puro Wes Anderson (The Royal Tenenbaums, Rushmore) te va llevando por una serie de encuentros y desencuentros mechado con el color que sólo este país te puede regalar.
A lo largo de casi toda la película, los protagonistas viajan en un tren – el Darjeeling Ltd – pero que no es el que realmente hace el trayecto original. Ese tren, y el que yo tomé es el apadrinado por la UNESCO. Uno de los dos trenes que recorre las latitudes más altas del mundo. Se lo conoce como el “Toy Train” debido a su pequeña envergadura y a una estética que lo ubica más cercana a los trenes de juguetes: una locomotora a vapor y tres vagones.
El punto de partida de la travesía es en la estación de New Jalpaiguri, demorar casi nueve horas en recorrer los ochenta y ocho kilómetros por la montaña hasta llegar a Darjeeling, a casi tres mil quinientos metros de altura. También se lo puede hacer desde la cima hasta la base, ese fue el sentido que yo elegí.
Para muchos es un viaje duro e incómodo, para mí fue un viaje distinto gracias a la compañía casi constante de los Himalayas, el andar tranquilo dentro de los pueblos, y la gente que llegó compartir el vagón conmigo.
Los pequeños rieles se introducen literalmente dentro de los pueblos, el ancho de la trocha no debe superar los cincuenta centímetros. Desde la ventanilla del tren podes ver como la dueña de casa prepara el almuerzo desde una de las ventanas abiertas de la casa, los que duermen la siesta sobre los rieles se despiertan alarmados por la estrepitosa bocina del tren, y los vendedores ambulantes aprovechan el lento trajinar para vender sus artesanías o samosas a los pasajeros. La gente se cuela en el vagón de segunda clase, estudiantes de primario juegan carreras para ver quien es el que se sube primero.
Salir desde Darjeeling implica que el recorrido sea en bajada, de esa manera ganas un par de horas, y lo primero que aparece por la ventanilla son los increíbles Himalayas, con sus picos eternamente nevados que parecen sostener al cielo para que no se venga encima nuestro. El pico más pronunciado que se ve desde Darjeeling es el de Khangchendzonga a 8599 metros de altura. Al Monte Everest recién se lo puede ver desde Sikkim, bien al norte bordeando con Nepal.
El viajecito finalmente duró unas casi nueve horas ya que estuvimos bastante tiempo esperando el cambio de rieles en varios puntos a lo largo de todo el trayecto. Llegamos ya de noche a NJP, sin antes ver como los pueblos iban cambiando de color a lo largo de toda la tarde.
El viaje en segunda clase me costó unos 45 Rupies, algo como…70 ctvs de Euro. Increíble, no?
“The World is a Book, and Those who don’t Travel Read only one Page”
St. Augustine
Encontré esta cita en un libro no me acuerdo donde ni hace cuanto tiempo. Solo se que me vino a la cabeza una vez instalado en Calcuta, esto quiere decir, una vez que dejé mis bártulos en la habitación del hotel y con la cámara enroscada de la mano empecé a caminar por esta maravillosa ciudad.
Calcuta fue el puerto de entrada a este mágico mundo llamado India. El punto de partida para un nuevo capitulo de este libro a punto de cerrarse una vez que empezó a escribirse hace casi unos cinco meses atrás.
La India fue un cambio radical, un cambio que llegó en el momento indicado después de pasar cuatro meses y medio por Asia Oriental. Si bien cada región esta envuelta por pequeñas, grandes y propias peculiaridades, la sorpresa ya no era la misma. Desde Hanoi que no me encontraba con una ciudad que me parara tanto los pelos de punta como si lo hizo Calcuta. A Bangkok no le dediqué el tiempo suficiente, y Kuala Lumpur muy moderna para mi gusto, solo para nombrar algunas de las grandes urbes Asiáticas.
No estoy tratando de hacer una comparación global, solo de ciudad a ciudad ya que es imposible comparar a un pueblo perdido en la montaña con otro que es bañado por las calidas aguas tropicales. A mí generalmente me marcan las grandes urbes caóticas: Nueva York, Honk Kong, Hanoi, El Cairo. Calcuta se mete sin pedir permiso en el panteón de las ciudades delineadas por esa energía que solo sus habitantes aportan sin siquiera darse cuenta, está inscripto en su ADN mucho antes de nacer.
Y la India tiene mucho que ver con todo eso.
Espero poder lograr con palabras todo lo dicho con anterioridad, aunque solo reflejen una mínima parte de lo que realmente significó Calcuta para mí. No será sencillo describirlo, quizás sea por el curso natural del tiempo que lleva desglosar toda esta información para después volcarla a papel, o quizás también, por la propia necesidad de guardarlo para mi.
Estaba bastante nervioso antes de volar. Sabía que me estaba aventurando en una historia completamente distinta, quizás algo más cercano a los países del Norte de África: salvaje, intenso, poseedor de una química arrolladora que no dispone del tiempo para esperarte si no estas con todas las luces prendidas.
Asia Oriental te da la oportunidad de encontrar tu propio espacio, tu tuk-tuk amigo y tu barcito callejero donde pasar horas mirando a la gente caminar sin importar que tan rápido corran las agujas del reloj, y de esa manera, no tener que preocuparte por llegar rápido a tu hostal. Peca de ingenua, la gente es demasiado dulce, inocente, no se…quizás sonrían demasiado y den las cosas por sentado. Viajas sabiendo que podes caminar tranquilo por la calle, no tenes una gran cantidad de gente pisándote los talones cada dos por tres, y el único dolor de cabeza proviene de los motoqueros o rickshaws drivers que abusan de tu paciencia. Las estaciones de tren y bus son un placer, no tenes que andar sacándote de encima a dieciocho mil tipos tratando de llevarte a sus hoteles o agencias de turismo. Y un simple “No estoy interesado” es más que suficiente para ellos.
India es la antípoda. Un colega belga que conocí viajando por Laos me dijo que para la India no existe un punto medio: la odias o te enamoras desde el primer momento, como una película de Wes Anderson. El choque cultural no es fácil si la India es el primer punto de partida para una persona que viaja por primera vez fuera del mundo Occidental. Las ciudades son sucias, la miseria no se esconde debajo de la alfombra, y las mujeres no son tratadas equitativamente. Pero si logras canalizar todo eso, digerirlo, y tomarlo como parte de la misma experiencia que implica viajar por estas latitudes, la India te puede recompensar con una gran diáspora de colores, sonidos y olores más allá de todo lo experimentado hasta el momento.
No puedo dejar de comparar a la India con un país como por ejemplo Marruecos. Hasta las fisonomía cultural es similar, el esqueleto social y la todavía arcaica pirámide de castas. Mas allá de los casi cien millones de musulmanes que viven aquí, los matrimonios arreglados, las mujeres dedicadas al trabajo hogareño y al cuidado de los niños, la infaltable llamada al rezo proveniente desde los minaretes de cualquier mezquita urbana y el te de menta están a la orden del día, son muchas las similitudes que conecta a la India con los países Árabes.
Pero claro…todo esto bajo la influencia de este gigante llamado India. Con su propia historia y cultura, una religión que no conoce de un sólo Dios, es más, unas quinientas deidades se reparten la atención de una población de más de mil millones de habitantes.
La India no te regala nada mas allá de lo que tenga que ver con ese arco iris natural que brilla permanentemente en cada esquina y rincón de una ciudad. En cada imagen que se transmite desde la ventanilla y a través del lento andar de un tren provincial, o desde el intenso ritmo saltarín de un bus colorido y sobre reservado. Imágenes y colores, las únicas cosas donde nadie exige baksheesh a cambio, están ahí, al servicio de la gente. Y sin darse cuenta son ellos mismos los que se visten de colores y se dibujan en imágenes.
Calcuta fue una inyección anímica, un golpe fuerte al corazón, destrabándolo de ese ritmo monótono y pausado que llevaba desde el Asia Oriental, y así dándole vigor y adrenalina. Un cachetazo enmasquerando un simple y siempre a tiempo 'despertate, ya dejaste la playa, ahora empieza una nueva historia'.
La ciudad no es amable en el sentido que no te recibe con los brazos abiertos, porque la amabilidad abunda en la sonrisa de la gente, los gritos de los niños que se amontonan para una foto y el rito ceremonial que significa tomar un rico chai callejero mirando a la gente pasar. Están quienes dicen que Calcuta no tiene nada que esperar, y ahí es donde se equivocan, porque mas allá de toda la pobreza que pueda llegar a haber, el futuro esta dentro de esa gente que se sigue levantando a las seis de la mañana para conducir un rickshaw, vender frutas sobre grandes tablones de madera y cargar maletas en la estación de tren.
La pobreza esta ahí, al alcance de una mano, solo tenes que abrirla para encontrarte con otra sujetándotela fuerte, y si tenes suerte, encontrar que esa mano es la de una persona que ya no le queda mucho por vivir, porque la pobreza no discrimina en Calcuta, se la ve en los niños de no más de cuatro años, caminando descalzos recolectando basura con una mano, y con la otra, sujetando la de uno más pequeño, los pies negros, los ojos grandes y vacíos, la mirada perdida.
Familias enteras viviendo en chozas improvisadas que sólo se pueden describir como infrahumanas, armadas sobre las propias veredas, montañas de basura a un costado, el constante pasar de la gente por el otro. Tipos con menos suerte directamente durmiendo sobre la calle, algunos completamente noqueados, despatarrados sobre el pavimento, semi desnudos y derrotados, más allá del ruido del tráfico.
La mierda y los canales de meo se multiplican por los barrios más humildes. Al principio lo llegue a relacionar con las vacas, que son sagradas y caminan tranquilamente entre la gente, pero eso cambió rápidamente cuando vi a un par de niños cagar en cuclillas sobre la calle.
Toda la ciudad está envuelta por esa pobreza y no existe un sólo metro cuadrado libre de ella. Bajo la sombra de las grandes construcciones coloniales, sobre las tiendas comerciales, en la parada de buses y entre las plataformas de las estaciones de tren. Para los hindúes la pobreza no es más que el castigo a una vida anterior llena de errores y pecados. El mal Karma, la reencarnación a una casta inferior, una nueva vida llena de obstáculos quizás con demasiado tiempo para pensar, un castigo durísimo.
El antiguo barrio Chino es quizás el epicentro de toda esta película. Se necesita de un estómago fuerte para poder absorber toda esa información. Mis piernas temblaron rápidamente, me fue imposible sostener toda esa crudeza, como si de repente un gran peso se hubiera posado sobre mi espalda. En ningún momento me sentí en peligro, simplemente fue demasiada la crudeza que se plantó frente a mí. Tuve que dar media vuelta y prender la retirada, procurando no mirar hacia atrás.
La primera noche me hospedé en un hotel cerca del aeropuerto, demasiado caro y básico, recorriendo el centro unas horas más tarde aproveché para reservar otro lugar mucho más barato y con más ambiente, en un callejón oscuro pero lleno de vida durante el día.
Calcuta cuenta con una sola línea de metro que se extiende a lo largo de casi toda la ciudad. Los taxis amarillos desfilan entre los rickshaws a pulmón, rickshaws a bicicleta, motos y coches particulares creando así un lindo quilombo de tráfico donde las reglas simplemente no existen. No es raro estar arriba de un rickshaw y encontrarte con toda una gran marea de todo tipo de cosas circulando en contra tuya. Una locura.
Visité un par de templos en las afueras de la ciudad que probaron ser un oasis natural entre tanto ruido y movimiento de gente. Para llegar tuve que tomar un par de buses de línea, el 60 a las seis y media de la tarde es un placer comparado con estos. Lo peor es que un tipo es el encargado de cobrar el pasaje metiéndose entre la gente, empujando y discutiendo si la mano se pone brava. Los buses cuentan con sectores reservados para las damas, pero no siempre son respetados.
Los templos realmente muy bonitos, arquitectónicamente muy logrados, especialmente uno que fue construido hace solo un par de décadas y de esa manera ha desarrollado una fusión de arquitecturas teológicas con el fin de conectar a todo el mundo. Lamentablemente estaba prohibido sacar fotos. Alrededor del mismo, una serie de jardines bien cuidados aprovechados por familias enteras pasando el día. Desde ahí me subí a un barquito que me llevó al otro lado del río para ver el templo dedicado a Shiva y uno de los más sagrados de Calcuta. El paseo no duró más de quince minutos pero con la buena fortuna de tener una vista inmejorable a los bancos del río donde mujeres lavaban la ropa con tranquilidad y luego la ponían a secar sobre el cemento.
Me puse al día con la historia de Calcuta en el impresionante Victoria Memorial, una construcción clásica que si no estuviera dedicada a la Reina Victoria de Inglaterra seria sin lugar a dudas uno de los íconos arquitectónicos más importantes de la India.
A Calcuta se la conoce como la capital intelectual de la India, donde los primeros movimientos independentistas surgieron a raíz del crudo imperialismo Británico. Se dice que aún hoy día uno puede mantener charlas filosóficas con la gente compartiendo un tarrito de chai. Yo no tuve esa suerte pero no faltó oportunidad de conversar con algunos tipos que se acercaron a mí. Tipos muy curiosos, largando preguntas del estilo estás casado o cuantos hijos tenes, preguntas que nosotros no formularíamos por rozar la falta de respeto pero que para ellos son fundamentales en el desarrollo de la vida misma.
Otra de las curiosidades son los potreros de críquet que se multiplican por toda la ciudad, en la misma calle o en los baldíos entre las dilapidadas construcciones. La ciudad es uno de los semilleros más importantes para el mejor seleccionado del mundo, un deporte que no solo trae fama y dinero, sino la posibilidad de poder saltar esa exasperante división social.
Sin lugar a dudas Calcuta fue el mejor punto de partida para este último tramo del Viaje. Una ciudad donde a pesar de todo me sentí muy a gusto, caminando, descansando, sacando fotos y matando el tiempo sentado sobre banquitos de madera tomando chai, simplemente dejando que la ciudad me llevara por donde tuviera que ser.
Dejé la ciudad en el Kolkatta Express de las once de la noche con dirección a Darjeeling. Los Himalayas me estarían esperando nevados y en el más absoluto silencio.
Sal, porteño de veintiocho años. Estudiante de cine y televisión dejo su Buenos Aires natal a los veintiuno para vivir por primera vez solo y salir de la seguridad que le brindaba el techo de su casa. Se planteó como objetivo vivir experiencias que en un futuro le permitan escribir un libro de relatos. Se lamenta de no tener una pasión en su vida, considera que todavía no encontró su rumbo y que todavía le queda mucho camino por recorrer. Voraz lector, sus influencias inmediatas son Kerouac, Paul Bowles y Henry Miller. Sueña con vivir una temporada en Marruecos y otra en Benarés. Callado y de perfil bajo, pero eso nunca le dificultó para conocer gente nueva y sentirse cómodo entre desconocidos. Cree que es una persona con suerte, no sabe por qué, pero tampoco se lo pregunta muy a menudo. Viajar es lo que más le gusta, se siente completo con una mochila en la espalda y una campera abrigada. Lleva un tatuaje de John Lennon en su espalda, pero su Beatle preferido es McCartney. Asmático y fumador, todavía no lo entiende, siempre se dice que lo va a dejar.